sábado, 9 de enero de 2010

EL REGRESO DE LA FINADA

Y quizá pudo ocurrir el día de mi cumpleaños, en mi casa, después de tomarme veinte copas a la salud de mis perdidos veinte años, de brindis en brindiscon las maricas amigas; porque estaban casi todas: La Moliendo Café, La Gaucha Geisha, La África Sound, la Liquid Paper, la Lucía Sombra, la Pato Egaña, la Puré de Mojón, las infaltables termitas del pico y otras coladas que no recuerdo. Cuando entre tantas locas que me festejaban con falso cariño, cruzando por una puerta, me encuentro con la Pavez más joven y reina que nunca, un año después de morir a causa de sida, por aquí cerca en el barrio Lastarria. Y parecía que en la fiesta a nadie sorprendía tanto, porque las colizas pechadoras se hacían las tontas comiendo y tomando como si nada, como si el mundo se fuera a acabar, cantó ella co su vozarrón de arrabal ¿Y vos que hacís aquí, niña?, ¿si estái en el cementerio? Es la sorpresa que le teníamos preparada, señora Lemebel, dijeron todas a coro, ya que no hay torta le trajimos a su amiga tortillera. Y ahí me quebré, allí no pude más, y la miraba y miraba de lejos girando con su vestido rojo travesti, a ella, la Pavecita paseándose y tocándose las tetas ofreciendo. ¿No se sirven un canapecito? No hay ninguna duda, me decía. Es la pavez en persona; la misma loca gigantona que con sus manos también grandes, que las disimulaba tan bien con peqieños gestos, la misma voz ronca con ese afelpado de lengua diciéndome: ¿Y quñe mirái tanto, niña?, ¿Nunca hay visto a un maricón? Resucitado, nunca, le alegué con la copa en la mano. Lo que apsa, dijo dando un paso adelante como si estuviera en el escenario, es que madam Lemebel se curó y les tengo que decir, más bien déjenme contarles... recitaba teatrera con una mano en el pecho, igual que esa noche cuando nos amanecimos payaseando con Mario Bellantín. el escritor mexicano. Era ella, sin ninguna duda, como en sus mejores tiempos, dicharachera y fumona aspirando su gran pito que fabricaba pegando tres papeles al hilo. Me quedó de la canasta familiar de la UP, pues linda, agregaba mojando el triple cuetazo que luego se echaba a correr, para que no se note pobreza, chiquillas, para que los momios no sigan pelando a Allende, gritaba espandando a los gatos con su vitrola parlotera. Era la misma Pavez de regreso, pero no podía ser, yo la vi embalsamada bajo el vidrio del ataúd en la carpa del Gran Circo Teatro. Es decir, casi ni se distinguía su cara, porque el vidrio se había empañado con el vapor de las matas de marihuana que las locas funerarias le echaron dentro. Y no crean que voy a venir siempre, maricones feos, nos gritó sulfurosa con una mano en la cadera. Esto es una excepción, un cariño para esta vieja zorra en su sextuagésimo natalicio, para ella la escritora, la Leme, la Lamebién, dicen los chiquillos de la plaza. Y se reía con esa risa de cristal que erotizaba al barrio. La vega. Entonces me puse a llorar como un niño y ella se me acercó tierna, enjugando mi llanto con su pollera colorada. Tenís el mismo olor a poto salvaje, le dije entre lágrimas, y me abrazó, y nos reímos llorando. Es que en el infierno el agua es muy cara, hija, lleve un bidón cuando le llegue el pasaje, me contestó antes de evaporarse en los albores del sueño. Al despertar en mi cama, llovía torrencialmente y los truenos relampagueaban en la ventana los sargazos de este último verano. Era ella, pensé, escuchando somnolienta los metales oxidados de su inolvidable reír.
(Una madrugada de marzo de 2005)


Fragmento libro "Adiós mariquita linda" - de la Pedro Lemebel

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